La primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, ha sido incapaz de resistir las presiones de sus colegas del Partido Conservador, que veían hundirse por el sumidero todas sus expectativas electorales después del anuncio de una impopular rebaja de impuestos.
El ministro de Economía, Kwasi Kwarteng, ha sido este lunes el señalado para pasar por la humillación de comunicar que echaba marcha atrás a la medida más odiada de todas las que había anunciado apenas hace una semana: la supresión del tipo máximo del 45% del IRPF para las rentas más altas (los contribuyentes que cobran más de 170.000 euros anuales).
“Ha quedado claro que la supresión del tipo del 45% se ha convertido en un distracción que altera nuestra misión principal de abordar los desafíos que afronta el país”, ha escrito Kwarteng en un comunicado publicado a primera hora de la mañana en su cuenta de Twitter. “Por ello, anuncio que ya no procederemos a esa supresión. Lo hemos entendido. Hemos escuchado”, ha asegurado.
Los planes fiscales anunciados el 23 de septiembre por el ministro ―la mayor rebaja de impuestos del último medio siglo, valorada en casi 50.000 millones de euros― lanzaron a la libra esterlina y a los bonos de deuda pública en caída libre. Los inversores dudaban de la sostenibilidad de la deuda del Reino Unido, que atraviesa, como el resto de Europa, una altísima inflación (9.9%), y se enfrenta a una subida acelerada de los tipos de interés. Solo una intervención de urgencia del Banco de Inglaterra, que se lanzó el miércoles a comprar bonos a largo plazo ¨en la escala que fuera necesaria”, calmó la inquietud de los inversores.
Pero el pánico no era solo financiero. También era político. La última encuesta de YouGov, publicada por el diario The Times, daba a la oposición laborista una ventaja de 33 puntos porcentuales sobre los conservadores en unas hipotéticas elecciones generales. No se veía una posición tan sólida de la izquierda británica desde los mejores tiempos de Tony Blair. La impopular decisión de rebajar los impuestos a los ricos, en medio de una grave crisis del coste de la vida que sufren la mayoría de los británicos, había desplomado cualquier resquicio de popularidad del Partido Conservador, ya muy dañado por las andanzas de Boris Johnson.
Figuras relevantes de la formación, que esta semana celebra su congreso anual en la ciudad de Birmingham, habían exigido a Truss una rectificación. Parte del paquete de medidas, que deberá ser aprobado por el Parlamento, corría el riesgo de ser rechazado, con su voto en contra, por los diputados rebeldes. Perder en una votación presupuestaria equivale, en la costumbre parlamentaria británica, casi a sufrir una moción de censura. Hasta 14 parlamentarios tories habían sugerido ya que rechazarían la medida cuando llegara a la Cámara de los Comunes. Michael Gove, uno de los políticos conservadores más astutos y al que más atención prestan los medios, indicó a la BBC el domingo que él sería uno de los que votaría en contra.
La propia Truss admitió también ese mismo día que se había equivocado en el modo en que anunció sus planes fiscales (sin el respaldo de un informe económico independiente, y sin terminar de especificar algunas de las medidas). La primera ministra sugirió, también en la BBC, que la idea de suprimir el tipo máximo del 45% no había sido suya sino de su ministro Kwarteng. Y ha sido él, finalmente, quien ha tenido que dar la cara primero para intentar salvar la de su jefa. “Hay humildad y arrepentimiento en esta retirada, y las asumo plenamente”, doblaba la cerviz el ministro en el programa Today de la BBC.
Los diputados conservadores tenían muy claro, sin embargo, que Kwarteng no mueve un dedo por sí solo. Minutos después de su anuncio de marcha atrás, la propia Truss se hacía eco en su cuenta de Twitter de la rectificación del ministro, y la hacía suya, al escribir ella también la fórmula escapatoria: “Lo hemos entendido. Hemos escuchado”.
De momento, también los mercados parecen haber escuchado el tono de fondo de una rectificación. La libra ha recuperado este lunes posiciones respecto al dólar, después de una semana anterior vertiginosa. Pero el Gobierno de Truss mantiene otros muchos de sus planes fiscales, alguno igual de impopular que el 45% suprimido, como la idea de acabar con el tope existente a las bonificaciones variables por rendimiento de los altos ejecutivos de la City, el corazón financiero de Londres. Y siguen en pie las ayudas directas a hogares y empresas para hacer frente a la factura del gas y la electricidad, que suponen más de 150.000 millones de euros. Truss ha comenzado a remendar el agujero político provocado por las primeras medidas de su Gobierno, pero todavía debe convencer a los mercados de que también pondrá solución al agujero económico. El 14 de octubre, el Banco de Inglaterra cesará su intervención de compra de deuda pública. Será entonces cuando se someta a prueba la credibilidad del nuevo Ejecutivo.
La montaña rusa de las primeras semanas de Truss en Downing Street ha sido un baño de humildad para una política que exhibía el fanatismo doctrinario del converso. Hasta el último minuto, la primera ministra ha insistido en que el Reino Unido necesitaba una terapia de choque para salir del letargo en que llevaba sumido una década, y que no daría marcha atrás en sus planes. Truss y Kwarteng recuperaban la trasnochada doctrina de la era de Reagan y Thatcher según la cual menos impuestos, menos gasto público y menos intervención estatal en la economía eran las recetas para generar crecimiento y que las migajas se repartieran por toda la sociedad. La idea de volver a una época de austeridad y de aprobar medidas tan obscenas como las propuestas ha provocado la repulsa de los propios conservadores. Truss ha experimentado en su propia carne, cuando apenas llevaba un mes en el Gobierno, la lección expresada en su día por el demócrata estadounidense Mario Cuomo: se hace campaña en verso, pero se gobierna en prosa.